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Historia

Bucarest bajo la ocupación alemana (Diciembre de 1916)

Aunque me esté adelantando a la siguiente entrada sobre la participación de Rumanía en la Primera Guerra Mundial, no me puedo resistir a colgar este vídeo del Archivo Federal de Alemania con imágenes sobre la entrada triunfal en Bucarest de las tropas germano-búlgaras, a finales de 1916, de la que en los próximos días se cumplirá el 100 aniversario.

Elisabeta Rizea, un ejemplo de resistencia contra la tiranía comunista

Elisabeta Rizea, un ejemplo de resistencia contra la tiranía comunista

Hace ya tiempo que traté en este blog la participación de Rumania en la Segunda Guerra Mundial y cómo, desde 1944, el país fue progresivamente ocupado por las tropas soviéticas. La presencia rusa sobre territorio rumano provocó muy pronto un movimiento antisoviético de resistencia, que confiaba en el apoyo internacional para conseguir la independencia del país, ignorante de que su destino había quedado sellado ya en la Conferencia de Teherán de 1943, celebrada entre las tres grandes potencias aliadas.

Desde 1944, tras la invasión soviética de Bucovina y Besarabia, la resistencia se fue articulando poco a poco, con diversos grupos formados mayoritariamente por campesinos, aunque también por antiguos militares, funcionarios, estudiantes, trabajadores e incluso algún religioso, siendo todos ellos considerados bandidos y fascistas por las autoridades comunistas. Desde el norte del país, la oposición se extendió a otras zonas, como los montes Apuseni o  Făgăraş, desde donde los guerrilleros lanzaban sus ataques y donde también encontraban refugio. Se calcula que unas 10.000 personas se integraron en casi 1.200 pequeños grupos rebeldes, entre 1948 y 1960. Su reducido tamaño y su dispersión territorial los convirtió en grupos defensivos, más que ofensivos, por lo que, aunque nunca llegaron a amenazar al régimen, siempre fueron considerados un peligro por su valor simbólico.

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Retrato de un pequeño grupo resistente de Besarabia

Muchos campesinos dieron apoyo logístico a la resistencia, a cuyos miembros denominaban partisanos o haiduci, término empleado para denominar a un bandido noble y generoso, algo así como un Robin Hood. En las aldeas, los insurgentes se surtían de víveres e información valiosa, especialmente sobre los movimientos de las unidades de la temida Securitate o de la milicia.

Una de las muchas personas que dio apoyo a la resistencia anticomunista fue Elisabeta Rizea, una aldeana nacida en 1912 en Domnești (Argeș), nieta del líder del Partido Nacional-Campesino, Gheorghe Șuța, asesinado por los comunistas en 1948. Un año antes, ante las amenazas de colectivización, Elisabeta y su esposo, que vivían en Nucşoara, se habían unido a los Haiducii Muscelului, una banda dirigida por el Coronel Gheorghe Arsenescu. Durante unos años, se encargó de provisionar al grupo pero, en 1952, acabó siendo arrestada y, tras una breve juicio, declarada duşman al poporului (enemiga del pueblo) y condenada a pena de muerte, tras negarse a denunciar a otros partisanos.

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Elisabeta junto a su marido, Gheorghe

Finalmente, su condena fue conmutada por siete años en prisión, aunque no fue liberada hasta 1964, gracias a una amnistía. Durante 12 largos años, Elisabeta fue sometida periódicamente a terribles torturas, hasta el punto que cuando salió de prisión era incapaz de caminar y no tenía pelo en la cabeza, pues sus torturadores solían colgarla de un gancho por el pelo y golpearla con una pala hasta hacerle perder el sentido.

Elisabeta Rizea logró sobrevivir al comunismo y ver al tirano ejecutado en el paredón, pero no se convirtió en un personaje popular hasta que su historia fue incluida en el documental titulado El memorial del dolor, emitido por la televisión rumana en 1992.

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Visita de los reyes de Rumania a Elisabeta Rizea (mayo, 2001)

Elisabeta murió en Pitești en el año 2003.

Rumania en la Primera Guerra Mundial (II): Estallido y neutralidad

Rumania en la Primera Guerra Mundial (II): Estallido y neutralidad

Tras el acuerdo de 1883, la relación entre Rumania y las Potencias Centrales hasta los prolegómenos de las Primera Guerra Mundial fue razonablemente fluida debido al convencimiento del rey Carol y de políticos liberales y conservadores de que Alemania y Austria-Hungría constituían la mayor fuerza militar y económica de Europa. A pesar de todo, no estuvo exenta de tensiones pues en Rumania siempre existió la sensación de que los acuerdos comerciales beneficiaban principalmente a sus aliados, llegándose a desatar una guerra de tasas aduaneras entre vecinos sólo tres años después de la firma del tratado. Otro motivo crónico de desacuerdo entre Rumania y Austria-Hungría fueron las medidas restrictivas que, a lo largo del tiempo, habían impuesto las autoridades húngaras al desarrollo de actividades políticas y culturales de los rumanos de Transilvania.

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Asesinato en Sarajevo

Sea como fuere, el 28 de junio de 1914, el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro, alumbró a una Rumania dividida, por un lado, entre el rey y un pequeño grupo de germanófilos y, por el otro, la mayor parte de los políticos y de la opinión pública, decantados a favor de la Triple Entente formada por Francia, Reino Unido y Rusia. A pesar de todo, ambas partes se decantaban por evitar la guerra, por lo que Carol I y el Primer Ministro, Ion Brătianu - hijo de Ion C. Brătianu, forjador del acuerdo secreto con las Potencias Centrales -, invitaron a Serbia y al Imperio a resolver sus diferencias a través de la negociación. El feroz ultimátum de Austria-Hungría contra Serbia pronto convenció a todos de que el conflicto era inevitable y, a pesar de los acuerdos con las Potencias Centrales, en seguida se hizo patente que el gobierno rumano - en la imagen, encabezando la presente entrada - había decidido mantenerse neutral y así se lo comunicó, no sin cierto disgusto, el propio rey Carol al Ministro austro-húngaro de Asuntos Exteriores, Ottokar von Czernin, quien recibió la noticia con escasa sorpresa.

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Ion Brătianu

A través de un animado debate interno, la neutralidad de Rumania fue acordada por el Consejo Real el 3 de agosto y aceptada por el rey, consciente de su papel estrictamente constitucional. Las Potencias Centrales aceptaron resignadas esta decisión, aunque no cesaron de presionar para forzar la entrada de Rumania en la guerra, especialmente tras la muerte del rey Carol I, ocurrida el 10 de octubre de 1914; temían que el nuevo monarca, Fernando I, decidiese romper la neutralidad a favor de la Triple Entente, cosa que no ocurrió, al menos, de forma inmediata.

A partir de ese momento, Rumania emprendió una intensa campaña diplomática, tanto  para garantizar su neutralidad como, paradójicamente, para asegurarse la anexión de Transilvania, Bucovina y el Banato o el flujo de armamento y provisiones en caso de entrar en la contienda, especialmente tras el frenazo a la ofensiva alemana que supuso la batalla del Marne, a principios de septiembre de 1914.

El Ejército rumano cruza el Danubio durante la Segunda Guerra Balcánica (1913)

Francia y Reino Unido deseaban la entrada de Rumania en la guerra, aunque tenían serias dudas de su capacidad militar y de sus pretensiones territoriales, pues ni estaban seguras de desmembrar la Monarquía Dual ni de su capacidad de forzar a Serbia a renunciar al Banato. Por su parte, durante 1915, los Poderes Centrales amenazaron veladamente a Rumania con apoyar a Bulgaria en sus pretensiones para recuperar la Dobrogea, territorio cedido tras su derrota en la Segunda Guerra Balcánica de acuerdo con el Tratado de Bucarest de 1913.  

Campos petrolíferos en Moreni (Prahova), a principios del siglo XX

En Rumania, a lo largo de los dos años de neutralidad, la vida política se vio dominada por la guerra. El partido conservador se dividió, hasta su ruptura en mayo de 1915, entre los que apoyaban la neutralidad, dirigidos por Alexandru Marghiloman y Titu Maiorescu, los que defendían al entrada en la guerra a favor de la Entente, encabezados por Nicolae Filipescu o Take Ionescu, y en el polo opuesto los que, como Petre Carp, deseaban luchar junto a los Poderes Centrales. Por su parte, el Partido Liberal de Brătianu y el pequeño Partido Social-Demócrata han defendido sin fisuras la neutralidad de Rumania.

Agricultores rumanos a principios del siglo XX

A nivel económico, la escasa industria rumana se reorientó a cubrir necesidades militares y la agricultura se vio afectada negativamente tanto por la desaparición de los mercados tradicionales internacionales como por la carencia de mano de obra debida a la movilización que empezó a mediados de 1915. En este escenario, el gobierno intensificó su intervencionismo económico para garantizar el flujo interno de alimentos, cubrir las necesidades del ejército y asegurar el suministro de materias primas para la industria. Debido a la situación geográfica de Rumania, su comercio exterior, vehiculado a través del Danubio, el Mar Negro y los estrechos, sufrió una profunda modificación, incrementando los intercambios con los Poderes Centrales y reduciéndolos drásticamente con los países de la Entente.  

Rumania en la Primera Guerra Mundial (I): Antecedentes

Rumania en la Primera Guerra Mundial (I): Antecedentes

Inmersos como estamos en el ecuador de las celebraciones del 100 aniversario de la Primera Guerra Mundial, he pensado dedicar una serie de entradas a la participación de Rumania en la contienda, momento determinante para la nación rumana, tal y como la conocemos actualmente, que cambió definitivamente las fronteras del país y determinó su destino para la posteridad.

De los 12 millones de rumanos que vivían a principios del siglo XX, aproximadamente la mitad habitaban en territorios bajo dominio extranjero. El estallido de la guerra colocó a Rumania ante un dilema dramático, pues tanto la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia) como la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) intentaron atraerla a su bando con firmes promesas de unificación.

La lección aprendida durante la guerra de independencia (1877 – 1878), los acuerdos alcanzados durante el Congreso de Berlín y las pretensiones rumanas sobre Transilvania habían convencido al rey Carol I y a la clase política rumana de los peligros que entrañaba perseguir ciertos objetivos de política exterior sin el apoyo de las grandes potencias, por lo que estaban convencidos que sólo adhiriéndose a un sistema de alianzas podían promover sus intereses y mantenerse a resguardo de las amenazas exteriores.

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Ion C. Brătianu

Examinando la posibilidad de una alianza poderosa y duradera, Carol I y el Primer Ministro Ion C. Brătianu  fueron descartando una por una diversas opciones. Sus vecinos menores ofrecían un acuerdo regional basado en intereses más o menos comunes, sin embargo, tanto Bulgaria como Serbia eran demasiado débiles y estaban en la esfera de influencia de Rusia y Austria-Hungría, respectivamente. Entre las grandes potencia, sin duda, por motivos sentimentales, Francia era la preferida de la opinión pública rumana pero, su inicial actitud evasiva en el reconocimiento de Rumania como estado independiente tras el Congreso de Berlín, había enfriado momentáneamente ese entusiasmo. Por otro lado, las relaciones comerciales y financieras entre ambas naciones eran escasas y en aquel período Francia estaba aislada diplomáticamente, por lo que tampoco parecía aportar ventajas importantes en caso de una alianza. Por último, para la clase política, especialmente los liberales, y la población rumana, Rusia era una pesadilla imperialista que la descartaba como aliada, especialmente tras verse obligados a cederle el sur de Besarabia, a consecuencia de los acuerdos del Congreso de Berlín.

En estas circunstancias, la Triple Alianza, formada por Alemania, Austria-Hungría e Italia, parecía el apoyo natural de Rumania, y especialmente por Alemania, debido a su dinamismo y a su poder económico y militar. Lo cierto es que Rumania ya estaba económicamente muy ligada a la Triple Alianza gracias a sus exportaciones de grano y ganado, a sus importaciones de manufacturas austro-húngaras y a la importancia del mercado financiero alemán para la concesión de préstamos a grupos comerciales e industriales de la esfera política tanto liberal como conservadora. No cabe duda que el apoyo del rey Carol a esta alianza también fue decisivo, tanto por motivos sentimentales – Carol I pertenecía a la familia Hohenzollern-Sigmaringen – como por su convencimiento de que esta alianza mejoraría la posición internacional de Rumania y le permitiría cumplir sus objetivos de política exterior en el sudeste de Europa.

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Carol I de Rumania

A pesar de las reticencias de Austria-Hungría, que con motivos temía las aspiraciones rumanas sobre Transilvania, la perseverancia y habilidad de Bismarck permitió que el 30 de octubre de 1883 Rumania firmase un acuerdo de ayuda mutua con Austria-Hungría y Alemania. A pesar de todo, el rey y Brătianu insistieron en que el acuerdo se mantuviese en secreto, pues temían la reacción de un cierto sector social profrancés, así que nunca fue sometido ni debatido en el Parlamento y, por tanto, su aplicación sólo dependió de la voluntad de Carol I.

¡Edificio sobre ruedas!

¡Edificio sobre ruedas!

En 1987, sólo dos años antes de que la Revolución acabase con el régimen comunista, tuvo lugar en Alba Iulia una proeza urbanística que dejó con la boca abierta a quienes tuvieron la suerte de presenciarla.

Las autoridades comunistas decidieron convertir el Bulevar de Transilvania en una gran avenida, sin embargo, sus planes se toparon con el Bloque A2, un edificio de 100 metros de longitud, 17 metros de altura, 12 metros de anchura y de 7.600 toneladas de peso que albergaba a más de 80 familias y se levantaba en medio de lo que debía ser tan importante y central arteria urbana.

Ante el frenesí demoledor del régimen, un ingeniero llamado Eugen Iordăchescu, del Instituto Proiect București, que a lo largo de su carrera se destacó por salvar 29 edificios de la piqueta - incluyendo 13 iglesias y monasterios -, propuso una original solución para evitar la destrucción del inmueble. Iordăchescu dividió el edificio en dos estructuras iguales, apoyó cada una de ellas sobre una gran plataforma de hormigón, dotada de ruedas, que debía trasladarse sobre rieles empujada por dispositivos hidráulicos.

El extraordinario viaje duró 5 horas y 40 minutos y se produjo ante la atónita mirada de los residentes de la ciudad. Aunque pueda parecer increíble, sólo se obligó a desalojar a las familias de la planta baja del edificio por lo que algunas prefirieron contemplarlo desde sus balcones en movimiento. Cuando terminó el paseo, sin incidente alguno, los dos cuerpos del edificio quedaron separados 56 metros y se liberó definitivamente el espacio que hoy se abre, en forma de gran bulevar, frente al Parque de la Unión, en el corazón de Alba Iulia. 

Fundamentos ideológicos del nacionalismo rumano del siglo XIX (y II)

Fundamentos ideológicos del nacionalismo rumano del siglo XIX (y II)

Frente a la idea de nación originada en Francia, surgió en Alemania otro tipo de ideología nacionalista distinta, de origen básicamente cultural, que rápidamente entroncó con los ideales románticos y que sólo pasado un tiempo se vincularía a la política. El más destacado pensador de este nuevo nacionalismo fue el filósofo alemán Johann G. Herder que, en su obra titulada Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (1784 – 1791), esbozó una teoría de la nación como un organismo vivo resultado de la herencia común de una raza que compartía lengua e historia.

Las ideas románticas de Herder calaron en el pensamiento nacionalista de Europa central y oriental y los Principados rumanos no fueron una excepción, de hecho, la nación rumana se definió, según el modelo germano, por su origen común (romano, dacio o dacio-romano), por su lengua latina en el seno de un océano eslavo, por su historia compartida, por una espiritualidad específica[1].

Los primeros brotes de construcción de una conciencia nacional rumana habían aparecido a mediados del siglo XVIII, de manos de la Iglesia Uniata de Transilvania - vinculada a Austria y enfrentada a los magnates húngaros - y de un grupo de intelectuales integrantes de la Escuela de  Transilvania (Petru Maior, Samuil Micu-Klein y Georghe Sincai). Estos intelectuales de credo uniata y educados en Viena, realizaron una labor historiográfica y lingüística que sentó las bases del nacionalismo rumano, reflejado en el contenido del Supplex Libellus Vallachorum, un memorando enviado a Leopoldo II en 1791 en el que se pedían los mismos derechos para los rumanos que para el resto de minorías transilvanas y una representación en la Dieta.

Progresivamente, el nacionalismo rumano reelaboró sus mitos fundacionales para adaptarlos al organismo nacional que se pretendía fundar y encontró en el viejo reino de Dacia el mejor símbolo para representar el espacio rumano, especialmente en un momento en el que el nombre de Rumania todavía no existía.

A partir de entonces, el término Dacia apareció con frecuencia para definir el territorio completo habitado por rumanos y, por ejemplo, publicaciones como Dacia litterară, Magazin istoric pentru Dacia o Dacia viitoare representaron un programa completo político-nacional y de construcción de un imaginario común. Paralelamente, los escritos históricos desarrollados en los años 30 y 40 y, sobre todo, la conformación del mito de Miguel el Valiente, como unificador de los tres Principados a principios del siglo XVII, ilustran también muy bien los cambios ocurridos en la conciencia del pueblo rumano y sus preocupaciones por la unidad nacional.

De este modo, tal y como describió Benedict Anderson, el nacionalismo rumano de mediados del siglo XIX se articuló en torno a este sentimiento compartido a pesar de que, en contra de las tesis de Ernest Gellner, el capitalismo no se había desarrollado como en otros lugares de Europa, que la industrialización era prácticamente inexistente – la revolución industrial en Rumania no tomó forma hasta 1890 - y que la urbanización fuese muy escasa[2].

Desde principios del siglo XIX, en los Principados danubianos, la idea de nación conoció una transformación significativa respecto a la del siglo anterior y empezó a tomar formas más modernas. La vieja concepción de la nación, basada en los privilegios, que situaba a los boyardos por encima de cualquier otra clase social y garantizaba su influencia política y social, dio paso a una idea nacional más étnica que incluía a todas las clases sociales, también a los asalariados y a los campesinos. Bajo la influencia del romanticismo y de una idea más moderna de nación, los intelectuales del momento alumbraron un nuevo aprecio sobre la vida rural y el folclore, que dejó de ser juzgado según los criterios de la Ilustración (verdad y razón) y pasó a ser aceptado como manifestación de un modo de vida distinto.

Asimismo, los intelectuales empezaron a considerar la lengua rumana desde su nueva perspectiva sobre la idea de nación. El final del régimen fanariota y el declive de la lengua griega como lengua de la administración y la cultura, así como el rápido crecimiento de la importancia de la lengua rumana, estimularon su interés teórico por la lengua nacional. En los años 20, se produjo un intenso debate sobre la posibilidad de que la lengua rumana se convirtiese en el vehículo de una cultura refinada pero, después de 1830, el vigor del sentimiento nacionalista lo silenció totalmente. La principal preocupación de personalidades culturales como Ion Heliade Rădulescu o Costache Negruzzi fue, no tanto descubrir el origen del rumano - cuya latinidad romana no estaba en discusión -, como revelar su espíritu. Escritores y académicos buscaban por igual el carácter específico y los rasgos particulares de la lengua rumana, con el objetivo de modernizar su sintaxis y ampliar su vocabulario. En la base de todos estos esfuerzos se hallaba la idea que la lengua no era una simple convención sino la expresión de las características del espíritu nacional rumano.   



[1] De hecho, según este concepto, sajones y magiares de Transilvania, cuyo origen y lengua eran distintos a los de los rumanos, difícilmente podían ser considerados como pertenecientes a la nación, postura que todavía pervive en la actualidad en algunos sectores de la sociedad rumana, encabezados por la Iglesia ortodoxa.

[2] Hacia 1900, después de un período de desarrollo relativo del sector urbano rumano, más del 81 % de la población de Rumania habitaba todavía en el ámbito rural.

Fundamentos ideológicos del nacionalismo rumano del siglo XIX (I)

Fundamentos ideológicos del nacionalismo rumano del siglo XIX (I)

Hace un tiempo, escribí una serie de entradas, tituladas La forja de la nación rumana, en las que realicé un sucinto repaso a los hechos históricos que, a partir del siglo XVIII, desembocaron en la unificación de los Principados de Valaquia y Moldavia. En aquellas entradas, me limité a describir los acontecimientos que se sucedieron hasta la creación de Rumania, sin embargo, a continuación pretendo indagar en los fundamentos ideológicos del movimiento nacionalista rumano y en sus coincidencias y discrepancias con las ideas de la Ilustración y del nacionalismo europeo.

Mientras en el resto de Europa se extendían las ideas de la Ilustración, los intelectuales de los Principados rumanos del siglo XVIII, mayoritariamente pertenecientes a la nobleza boyarda y al alto clero, mostraron escaso interés por las teorías abstractas de reforma política y social, pues su principal preocupación, de carácter mucho más práctico, fue cómo evitar la constante amenaza de dominación política y cultural extranjera.

A pesar de todo, un pequeño número de eruditos, boyardos de segunda y tercera categoría - encabezando esta entrada, una imagen de boyardos de rango inferior y comerciantes rumanos hacia 1825 -, personalidades públicas y algunos miembros del clero y de una incipiente burguesía empezaron a abordar críticamente la realidad social e institucional de los Principados desde una perspectiva constructiva, basada en el autoconocimiento, en la razón y en el bien común, sembrando la primera semilla de la conciencia nacional rumana. Surgieron así críticas a las grandes familias de boyardos por su incapacidad para afrontar problemas económicos, por su ineficacia en el gobierno y por su negativa a compartir el poder. Tampoco el alto clero se vio libre de invectivas, siendo acusado de voracidad fiscal y de colaborar con los fanariotas impuestos desde Estambul. A pesar de todo, los mayores ataques fueron dirigidos contra la soberanía otomana y la administración fanariota, a las que se culpaba del declive de los Principados. Es interesante subrayar que ninguna de las críticas llegó tan lejos como para exigir la desaparición de los boyardos o la sustitución de los paradigmas propios de la iglesia tradicional por la supremacía de la razón.

Boyardos y alto clero estaban imbuidos de un conservadurismo ilustrado basado en la razón, el conocimiento y el orden establecido por lo que, en estas circunstancias, es fácil comprender por qué la Revolución Francesa tuvo pocos apoyos en los Principados. Aunque el principio de soberanía nacional, inspirado por Rousseau, obtuvo un apoyo inicial entre los boyardos por oposición a la soberanía turca, el radical programa político y social desarrollado por los republicanos franceses les causó un profundo temor, de modo que las ideas de igualdad política y equidad económica gozaron de muy poca popularidad. Por otro lado, la burguesía rumana carecía de la fuerza numérica y de la cohesión suficiente para desarrollar una política de interés común, ejercer de contrapeso al poder aristocrático o implementar un programa político-económico de corte liberal.

La mayoría de los pensadores políticos rumanos reconocían el contrato social como origen de la sociedad civil pero no aceptaban que todos sus miembros tuvieran que ser iguales y argumentaban que los boyardos debían ser la única fuerza política dirigente. En consecuencia, la monarquía era la forma más adecuada de gobierno de los Principados. En este sentido, los boyardos se dividieron entre los admiradores del absolutismo ilustrado de Catalina II de Rusia, los que apoyaban una monarquía constitucional con poderes limitados para el hospodar y un grupo reducido de boyardos que defendía la república, aunque organizada como una oligarquía aristocrática.

Sezession transilvana (II)

Tras el Ausgleich de 1867, Hungría adquirió una autonomía igual a la austríaca en el seno de la Monarquía Dual, aunque su posición siguió siendo ambigua, tanto política (la capital se situaba en Viena y el emperador era austro-germano) como culturalmente (la lengua oficial era el alemán y la cultura húngara se sintió amenazada por la hegemonía de Austria). En respuesta a esta situación, las élites húngaras buscaron reafirmar su identidad nacional y los artistas se esforzaron en crear obras que reflejasen aquello que distinguía a Hungría en oposición a las tendencias vienesas contemporáneas.

En 1896, Hungría celebró los 1.000 años del asentamiento del pueblo magiar inaugurando la Exhibición del Milenio en el parque más grande de Budapest. El más importante de los edificios de la exposición, conocido como Castillo Vajdahunyad, diseñado por Ignác Alpár – inicialmente construido con materiales perecederos y, 10 años después, con materiales definitivos – se convirtió en un compendio de la arquitectura tradicional húngara. Por su parte, el arquitecto Lechner Ödön, uno de los más renombrados de su tiempo, que diseño para la misma exposición el Museo-escuela de Artes aplicadas (Iparművészeti Múzeum), trabajó con el objetivo de crear un estilo nacional inspirado en el Art Nouveau y en sus referencias orientalistas pues, de hecho, Ödön creía que la singularidad húngara residía, especialmente, en sus raíces asiáticas.

Museo-escuela de Artes aplicadas (Budapest)

De este modo, el arquitecto usó elementos decorativos inspirados en Persia, Asiria y las artes hindúes, motivos de la artesanía popular húngara y de la arquitectura medieval y nuevos materiales como azulejos y cerámicas policromas en las fachadas con la intención de crear un nuevo estilo que sintetizase todo aquello que era propiamente húngaro.

Vista interior y claraboya del Museo-escuela de Artes aplicadas (Budapest)

Lo cierto es que el nuevo estilo de Lechner no fue demasiado apreciado por las autoridades, por lo que la mayor parte de los edificios construidos en Hungría entre 1880 y 1920 siguieron un estilo historicista. A pesar de ello, Lechner levantó dos nuevos edificios en Budapest que marcarían a toda una generación de arquitectos: el Instituto de Geología y la Caja de Ahorros Postales. Otro de sus proyectos más emblemáticos fue la casa que construyó en Cluj para su hermano, Károly Lechner, cuya fachada asimétrica refleja la disposición interna de los espacios y cuya puerta monumental es una réplica de las típicas puertas de madera talladas de los székely, etnia de habla húngara y rumana que, desde el siglo VIII, ocuparon las tierras transilvanas del sureste de Hungría.

Casa de Károly Lechner (Cluj, Rumania)

La importancia del idioma en la construcción nacional hizo que muchos intelectuales se interesasen especialmente por las lenguas vernáculas, especialmente en las áreas rurales, guardianas tradicionales de cualquier esencia patria. Este interés tuvo su reflejo también en la arquitectura pues, como Lechner afirmó, los arquitectos húngaros “debían establecer un idioma autónomo en arquitectura que debía corresponderse con el idioma hablado por los magiares”. Para las élites intelectuales húngaras, de entonces y de ahora, la más auténticamente húngara de las tierras es, sin duda, Transilvania, especialmente las zonas aisladas de Kalotaszeg (Țara Călatei), región habitada por los székely. En su opinión, la autonomía que mantuvo Transilvania a lo largo de los siglos XVI y XVII permitió que la población húngara autóctona no sufriese las influencias de otomanos o austríacos, por lo que pudo conservar su autenticidad.

La denominada Țara Călatei, formada por unas cuarenta villas entre Cluj y Huedin (actual Rumania), causó tal fascinación entre los intelectuales húngaros del momento, que hacia 1880 fue detalladamente estudiada por Zsigmond Gyarmathy, que recopiló piezas de tela y artefactos que fueron exitosamente expuestos en el Exhibición del Milenio. Por su parte, hacia 1892, el pintor János Jankó publicó una serie exitosa de ilustraciones etnográficas de  Țara Călatei que tuvieron una profunda influencia entre artistas contemporáneos como Kriesch Aladár (12863 – 1920), que trabajaría en la decoración del Palacio de Cultura de Târgu Mureș.

Motivo decorativo tradicional de los székely

 

Uno de los promotores más importantes de la arquitectura vernácula fue el etnógrafo Jószef Huszka quien, a partir de 1881, publicó regularmente imágenes de artesanía székely para estimular el empleo de motivos decorativos populares en la creación de un estilo nacional de arte. De hecho, en 1885, publicó el libro El estilo decorativo magiar en el que animaba a los arquitectos a innovar empleando los “últimos descubrimientos etnográficos” y describía la arquitectura székely de las regiones de Transilvania como la más puramente húngara ya que, según él, este grupo etnográfico era descendiente directo de los miembros de la tribu que se asentó por esas tierras 1000 años atrás.

Puerta tradicional ornamentada de una granja székely en Transilvania

Como no podía ser de otro modo, la corriente sezessionista húngara tuvo su reflejo en la arquitectura de numerosas localidades del antiguo principado de Transilvania, algunos de cuyos ejemplos veremos en futuras entradas de este blog.

Sezession transilvana

Sezession transilvana

El Art nouveau fue un movimiento artístico que afectó a toda Europa, extendiéndose desde Noruega hasta Sicilia y desde España hasta Transilvania, cuyo momento culminante se desarrolló entre 1880 y 1920, aproximadamente, afectando a todas las ramas del arte. Aunque se trata de un fenómeno europeo, los diferentes nombres con el que se lo conoce reflejan su diversidad regional; así, en Francia se conoció como Art Nouveau, en Alemania Die Jugendstil, en España Modernismo, en Italia Arte nuova, en Holanda Nieuwe kunst, en Escocia Glasgow Style y en Polonia Mloda Polska, mientras que en Austria y Hungría se lo conoció como Sezession.

Detalle de la decoración de las dovelas de las

bóvedas del vestíbulo del Palacio de Cultura de Târgu Mureș

Cada país tuvo su propia versión del Art Nouveau e incluso en el seno de una misma versión nacional, existen versiones regionales por lo que, debido a su heterogeneidad, en ocasiones se ha identificado más con un período que con un estilo. En muchos de sus nombres, se alude a la idea de novedad e innovación, aunque también se lo ha conocido como Stile Floreal, Lilienstil, Style Nouille, Paling Stijl o Stile Vermicelli en referencia a las formas orgánicas y curvilíneas que son tan características de este estilo.

Todas las versiones del Art Nouveau se basan en sofisticadas y, en ocasiones, paradójicas premisas: aunque el movimiento surgió como una reacción a la corriente historicista propia del siglo XIX - criticada por su supuesto desorden estético, por el exceso de referencias culturales y por su constante relación con la Historia - y con la intención de renovar el lenguaje artístico, lo cierto es que el Art Nouveau mantuvo ciertos lazos con la tradición. Es cierto que no derivó de las formas antiguas o de los estilos propios del medievo, pero mantuvo estrechas relaciones con la arquitectura vernácula rural y urbana y con la artesanía local, empleando motivos populares que fueron considerados como arcaicos y genuinos en la búsqueda de un tiempo mítico que el presente debía emular. También sirvieron de inspiración otras tradiciones extra-europeas, especialmente la arquitectura y las pinturas y dibujos japoneses.

El lenguaje de las formas del Art Nouveau es complejo. Por un lado, existe un modernismo denominado ondulante en el que se evidencia una preferencia por los elementos florales, por los motivos curvilíneos, por las superficies coloreadas y onduladas como puede observarse en las obras de artistas como Victor Horta en Bélgica o Antoni Gaudí en España.

Escalera interior del Hotel Tassel (Bruselas)

Por el otro, aparece también un modernismo geométrico que muestra una predilección por el funcionalismo, por las formas geométricas, por las masas cúbicas y esféricas, por los muros planos y las superficies lisas, evidentes en los trabajos de Charles Rennie Mackintosh en Escocia o en los de Josef Maria Olbrich en Austria.

Glasgow School of Arts

Lo que une a ambos movimientos es un esfuerzo permanente de aplicar a la arquitectura y al diseño el concepto de Gesamtkunstwerk (obra de arte total), que implica una planificación de los edificios en la que cada elemento decorativo o estructural combinan con el conjunto, incluyendo la decoración interior y el mobiliario, así como la tendencia a eliminar la distinción entre artes mayores y artes aplicadas.

Aunque en la Europa occidental las naciones modernas aparecieron, aproximadamente, a finales del siglo XVIII, en Europa Central y del Este fueron formándose a lo largo del siglo siguiente, siendo la cultura material el vehículo con el cual se diseminó el discurso nacional. Precisamente, por ser uno de los de los medios más visibles de la cultura material, la arquitectura siempre ha tenido un importante valor de representación.

A lo largo del siglo XIX aparecieron nuevas naciones a partir de la desintegración de grandes imperios y, en el marco de este fenómeno, muchas nuevas naciones trataron de crear un estilo específico en la arquitectura y en las artes. Todas estas naciones deseaban confirmar su propia autonomía y reclamar su hegemonía cultural en una cierta región y todas emplearon la arquitectura como un medio para proclamar la singularidad de su identidad cultural.

La identidad nacional debía reflejar la esencia de la nación; frecuentemente, esta esencia se expresaba mediante símbolos, que aparentemente concentraban las características distintivas de un pueblo. El lenguaje simbólico que las élites culturales emplearon en sus discursos sobre la identidad cultural fue esencial en la creación del espíritu patriótico y en el proceso de introducción de la idea de unidad nacional entre la población.

Senyera de vidrio en el Palacio Güell (Barcelona)

Desde el punto de vista arquitectónico, algunos estilos fueron conscientemente creados usando una retórica simbólica con el objetivo de hacer visible la ideología nacionalista.

Transilvania no sería ajena a todo este movimiento.

Literatura humanística rumana

Literatura humanística rumana

Las ideas básicas del Humanismo, desarrolladas con cierto retraso en Rumania respecto al resto de Europa, se afirmaron plenamente en el siglo XVII, en el período de los grandes cronistas de los principados. Las ideas incipientes de este humanismo pueden comprenderse a partir de los escritos del historiador Nicolás Olahus (1493 – 1568), en los que ya se entrevé el concepto de unidad idiomática y de origen del pueblo rumano. Por sus principios y formación humanística destacaron el príncipe de Moldavia, Esteban el Grande (1457 – 1504) y el príncipe de Valaquia, Petru Cercel, que gobernó entre 1583 y 1585.

El humanismo rumano se caracteriza por su respeto a los valores culturales del Renacimiento, por el inicio de la emancipación de la autoridad eclesiástica y la aparición de los primeros escritos laicos, por su interés por las humanidades - a través de la redacción de crónicas y de retratos de personalidades ejemplares -, por la reafirmación de su latinidad, por el cultivo del valor educativo de la historia, por la conciencia de la responsabilidad del escritor y por la valorificación de un humanismo popular como fuente de la cultura renacentista rumana.

En el Principado de Moldavia, a partir de las iniciales letanías que describían los cimientos de los voivodatos, cronistas como Macario, Eftimio y Azario desarrollaron en eslavo eclesiástico unas crónicas de gran belleza retórica, que se remontaban al inicio del Génesis, en las que describieron los principados de Petru Rareş, Alexandru Lapuşneanu y Ioan Armeanul.

La verdadera historiografía rumana empieza con Grigore Ureche (1590 – 1647), que en tiempos del príncipe Vasile Lupu escribió la Crónica de Moldavia hasta el principado de Aron Vodă en un rumano rico y repleto de metáforas, según confiesa, para aumentar la conciencia de unidad de moldavos, válacos y transilvanos. La obra de Ureche fue continuada por el cronista Miron Costin (1633 – 1691) en una obra de gran talento literario y de factura clásica titulada Las crónicas de la tierra de Moldavia desde Aron Vodă hasta Ștefăniță Lupu.

Entre los cronistas modavos, destacó también Ion Neculce (1672–1745), escritor que no escondió su desprecio de boyardo hacia el pueblo inculto; redactó su Crónica de Moldavia desde Dabija Vodă hasta el segundo principado de Constantin Mavrocordato con una cierta ingenuidad zafia, sentido moralizador y un tono deslenguado. Por su parte, Nicolae Milescu (1636 – 1708), viajero incansable, sobresalió por una serie de traducciones pero, sobre todo, por su relato de su viaje a China, repleto de comentarios geográficos y etnográficos.

A finales del siglo XVII y principios del XVIII, la cultura rumana se vio sacudida por la actividad de Dimitrie Cantemir (1673 – 1723) - en la imagen que encabeza esta entrada -, príncipe de Moldavia y humanista de talla universal. En su Crónica de la antigüedad de los rumano-moldo-válacos, aparecida en 1722, recogió todas las ideas de los cronistas que le precedieron para componer una historia crítica de los territorios de habla rumana. Escribió el primer tratado filosófico en lengua rumana, El diván o la disputa del sabio con el mundo o el juicio del alma con el cuerpo (1698) y la primera novela Historia Hieroglyphica (1705), en la que describía el gobierno de las familias Brâncoveanu y Cantacuzino mediante una metáfora mitológica. En 1714, a petición de la Academia de Berlín, realizó la primera descripción geográfica, etnográfica y económica de Moldavia, titulada Descriptio Moldaviae, junto al primer mapa del principado.

Por su parte, en Valaquia, el primero de los cronistas de los que existe constancia fue un monje llamado Mihail Moxa que, traduciendo en 1620 una Cronografía en lengua eslava eclesiástica, escribió algunas referencias sobre los rumanos. Otro monje llamado Gavriil compuso en griego la vida de San Nifon, patriarca de Constantinopla, en la que introdujo elementos históricos en referencia al principado de Radu el Grande, Mihnea el Malo y Neagoe Basarab. Una versión en rumano de esta obra se publicó en el siglo XVII. A finales de ese mismo siglo, el cronista Stoica Ludescu escribió la Crónica de los Cantacuzino en un estilo algo vulgar, con hostilidad hacia los protagonistas y algunos pasajes cómicos. A principios del siglo XVIII, Radu Popescu firmó la Cronica Bălenilor, también dedicada al gobierno de la familia Cantacuzino. Ambas crónicas ilustran la lucha de poder entre los grandes boyardos a caballo entre los siglos XVII y XVIII.

La corte de Constantin Brâncoveanu tuvo su cronista oficial, Radu Greceanu, que describió con un texto monótono la vida del príncipe válaco. El boyardo Constantin Cantacuzino (1639 - 1716), uno de los grandes humanistas válacos, escribió una Historia de Valaquia que se remontaba hasta los geto-dacios. A Constantin Cantacuzino le debemos también el primer mapa de Valaquia, escrita en griego y latín.

Entre los siglos XVI y XVII también circularon por tierras rumanas gran cantidad de traducciones, primero de obras escritas originalmente en lengua eslava eclesiástica y después en griego, todas ellas de características muy medievales pues habían sido producidas varios siglos antes.

En 1592, el válaco Gherman Vlahul tradujo la obra didáctico moral de Tomasso Gozzadini, Flor de virtudes, escrita un siglo antes. También tuvo mucho eco la obra Alexandria, sobre la vida de Alejandro Magno, escrita por el Pseudo Calístenes en el Egipto helenístico del siglo III a.C., y traducida por un monje llamado Ion Romanul entre 1619 y 1620. Varlaam y Ioasaf fue un cuento popular de apología de la vida cristiana, con un profundo sentido moral y religioso, cuya fábula se basó en la leyenda india sobre Buda que, a través de Persia y Grecia había llegado hasta tierras rumanas. La traducción al rumano desde el eslavo eclesiástico la realizó Udriște Năsturel, en 1648. También de oriente llegó la obra Archirie y Anadan, historia moralizante con origen asirio-babilónico que fue traducida al rumano a finales del siglo XVII. Las fábulas de Esopo, recogidas en una obra titulada Esopia, fueron copiadas a mano por Costea de Brasov, en 1703.

Nota final: La presente entrada constituye mi segunda aportación a Wikipedia, donde puede consultarse bajo del mismo título.

 

Literatura medieval rumana

Literatura medieval rumana

Cuando uno se adentra en el estudio de la literatura medieval rumana, en seguida comprueba que estuvo profundamente condicionada por las particulares características del contexto socio-político en el que se desarrolló y sorprende por la inexistencia de algunos de los más característicos géneros de la literatura medieval romance.

No hay duda de que Rumania forma parte de la Europa latina por ser uno de los países donde se habla una lengua romance, el rumano, que junto al italiano, al francés, al provenzal, al catalán, al castellano y al portugués constituyen un vasto territorio conocido como Romania.

Tanto Rumania – en rumano, România - como Romania proceden del término romanus, que a su vez deriva de Roma. Los rumanos, hablantes de la lengua rumana, se denominan a sí mismos romani, término latino que, durante el Imperio romano, designaba a las clases dominantes pero que, tras el edicto de Caracalla del año 212, se extendió a todos los habitantes del Imperio al conseguir la ciudadanía. Cuando los bárbaros irrumpieron en el territorio romano, se impuso la necesidad de crear otro término para definir el Imperio romano por lo que, a partir del año 330, empezó a emplearse el término Romania, extendiéndose su uso hasta época merovingia e incluso después.

El latín fue introducido en la zona que hoy ocupan el Banato, Oltenia y Transilvania, por colonos de origen itálico, tras la conquista romana de Dacia en el año 106 d.C., convirtiéndose en la lengua de la administración y del comercio en la nueva provincia romana. Durante los 165 años que duró la ocupación romana, el latín vulgar posiblemente se vio influido por la lengua dacia, hablada por los autóctonos vencidos, pudiendo haber formado el protorrumano, hipótesis discutida por algunos autores.

Tras la retirada ordenada por el emperador Aureliano, en el año 271, debido a la presión de los godos y los dacios libres, se produjo un cierto aislamiento geográfico de los daco-rumanos que posiblemente provocó que el rumano se convirtiese en la primera lengua escindida del tronco latino. La palabra empleada en rumano para designar la lengua rumana, român, también procede del término romanus. Entre los siglos VIII y XII, el latín vulgar hablado en los Balcanes se dividió en 4 lenguas - el dacorrumano (rumano moderno), el arrumano, el meglerrumano y el istrorrumano – lenguas de parecida estructura gramatical pero con un vocabulario diferente debido a influencias distintas, como el eslavo o el griego.

De acuerdo con la Chronographia de Teófanes el Confesor, durante una campaña de los bizantinos contra los ávaros en las montañas búlgaras, en el año 587, un soldado gritó a sus compañeros la frase “Torna, torna, fratre!” – es decir, ¡Regresa, regresa, hermano! -, frase que historiadores como Gheorghe I. Brătianu han identificado como la primera constancia escrita del rumano que se hablaba en los Balcanes en el siglo VI. Al margen de algunos fragmentos inconexos, el primer documento conservado en lengua rumana es una carta escrita en 1521 por Neacşu de Câmpulung y dirigida a un juez de la ciudad de Braşov, Hanăş Beagnăr, en la que le alertaba de movimientos militares turcos por el Principado de Valaquia.

A partir de ese momento, la lengua rumana escrita se hace más frecuente, aunque las primeras impresiones y manuscritos iluminados se escribieron en lengua eslava eclesiástica, como el Evangelio del Monasterio de Neamţ, de 1429, o el Misal del monje Macario, de 1508. A pesar de ello, los predicadores de la Reforma en Transilvania escribieron algunos textos en rumano para acercarlos a los religiosos autóctonos, como el Códice de Voroneţ o el Salterio de Schei. De este modo, progresivamente, se fue creando una literatura religiosa que, en principio, era una traducción al rumano de salterios, Evangelios, Biblias, libros de oraciones, etc.

El punto culminante de la literatura eclesiástica rumana se alcanzó con la publicación de la Biblia de Bucarest, del Príncipe de Valaquia Șerban Cantacuzino, de 1688, destinada al todo el territorio nacional de “rumanos, moldavos y húngaro-vlacos”.

Parece evidente así que en los Principados rumanos no se desarrolló una literatura caballeresca semejante a la occidental debido a un contexto histórico excepcional. Los Principados rumanos fueron durante siglos “territorio de frontera”, en el que los señores locales se enfrentaron a fuerzas cuyo principal objetivo era el botín. Cabe señalar, por ejemplo, que la última invasión tártara tuvo lugar entre 1717 y 1758, durante el período de la Ilustración en Occidente. Por este motivo, en la sociedad rumana no se consolidó una cultura cortesana que cultivase el amor cortés o reflejase los ideales caballerescos.

Por otro lado, entre los siglos XIV y XVI, en una época de graves conflictos bélicos, cuando un cierto espíritu caballeresco impregnó la sociedad rumana, éste no fue reivindicado por la élite cultural, que prefirió ceñirse a la descripción histórica de los hechos, y sus valores nunca fueron vistos como una alternativa de vida, a diferencia de lo que ocurrió en Occidente. En consecuencia, la literatura medieval rumana nunca cultivó los poemas épicos, la poesía trovadoresca, el género alegórico-didáctico o la dramaturgia, tan característicos en el otro extremo de la Romania.

Nota: El texto de esta entrada constituye mi primera aportación a Wikipedia, que puede consultarse bajo el título Literatura medieval rumana

¡Feliz Día del trabajo!

¡Feliz Día del trabajo!

Ibrahim Müteferrika el Transilvano

Ibrahim Müteferrika el Transilvano

En una de mis últimas lecturas, he topado con un personaje interesantísimo: el transilvano Ibrahim Müteferrika.

Lo cierto es que, tras nacer hacia 1674 en Kolozsvar, la actual Cluj, no fue bautizado con este nombre, aunque desconocemos cuál fue el nombre escogido por sus padres. Tampoco se sabe demasiado sobre sus primeros años de vida, su familia o su religión, aunque sí ha llegado hasta nosotros que estudió teología, posiblemente calvinista.

Por aquellos años, el Principado de Transilvania era un estado independiente aunque sometido a los vaivenes provocados por la lucha entre el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y el sultán turco por su influencia en la zona. En uno de tantos rifirrafes, nuestro protagonista fue hecho prisionero y llevado como rehén a Estambul donde, haciendo gala de un gran pragmatismo, para ser liberado se convirtió al Islam y tomó el nombre de Ibrahim.

Imagino que Estambul se le antojó un lugar mucho más adecuado para hacer carrera política que su Cluj natal, así que se dedicó al estudio de la lengua y la legislación otomana, ámbitos en los que pronto destacó. Sus conocimientos llegaron a oídos del sultán Ahmed III (1703 – 1730) quien, en 1716, no dudó en tomarlo a su servicio como consejero o müteferrika. Gracias a sus conocimientos de latín, árabe, persa y húngaro así como su formación diplomática, Ibrahim Müteferrika se convirtió en uno de los más hábiles consejeros de Ahmed III y de su sucesor, Mahmud I.

Aunque el Imperio Otomano todavía era una potencia formidable, Mahmud I (1730 – 1754) era muy consciente de su continua decadencia y del amenazante ascenso de las naciones cristianas occidentales que, si bien en el pasado habían sido tan débiles frente a las naciones musulmanas, ya por entonces destacaban por su progresivo dominio del mundo. De este modo, poco después de su llegada al trono, Mahmud I encargó a Ibrahim la misión de investigar las causas de tan opuestos desarrollos, así que en 1732 recibió un detallado estudio titulado Bases racionales de la política de las naciones, en el que Müteferrika analizaba de forma amplia la cuestión.

El transilvano reflejó un claro mensaje en su obra: el Imperio otomano debía adherirse a la Ilustración y a la revolución científica europea si quería igualar a sus competidores. En este sentido, Müteferrika no dudó en mencionar las ventajas del parlamentarismo británico y holandés, en describir los beneficios de la expansión cristiana en América y Asia, en criticar el retraso militar de Turquía frente a Europa e incluso se atrevió a sugerir que mientras los europeos se regían por la fuerza de “leyes y reglas inventadas por la razón”, Turquía se hallaba sujeta a la ley de la sharia.

La obra de Müteferrika tuvo un gran impacto sobre el sultán, aunque el diwan (consejo imperial) no se lo tomó tan en serio. Una cosa era describir la superioridad de los gobiernos europeos y otra aplicar las reformas en el seno del Imperio turco. A pesar de todo, a lo largo de su vida, Müteferrika siguió su intensa investigación sobre los efectos de la Ilustración, la emergencia del protestantismo y el auge de los imperios coloniales, cuyas conclusiones puso siempre a disposición del sultán. No es casual que, en 1727, fuera Müteferrika quien introdujese la imprenta en el Imperio otomano y un año después publicara el primer libro empleando tipos móviles árabes. La imprenta de Müteferrika contó con la enérgica oposición de calígrafos y ulemas que, en 1742, consiguieron detener tan diabólico invento. Las imprentas no serían comunes en Turquía hasta el siglo siguiente.

Trăiască România!

Trăiască România!

Rumania celebra hoy el 95 aniversario de la Gran Unión del 1 de dicembre de 1918.

¡Felicidades!

La forja de la nación rumana (V): La oposición liberal

La forja de la nación rumana (V): La oposición liberal

Durante el primer tercio del siglo XIX, el nacionalismo rumano era ya una realidad, construida por los herederos de la Escuela de Transilvania y basada en una supuesta tradición cultural dacio-romana que se prolongaba desde la Antigüedad hasta la nación rumana de entonces.

En estas circunstancias, en las dos Asambleas legislativas surgió una oposición liberal favorable a la unión de las tierras pobladas por rumanos y contraria a la protección rusa. En los primeros años de vigencia de los Reglamentos, los hospodares pudieron controlar a esta oposición que en 1839 incluso intentó un frustrado un golpe de Estado con el objetivo crear una Federación danubiana que incorporase también a Serbia.

En los años cuarenta, tomó el relevo al frente del movimiento liberal un grupo de jóvenes formados en París - Ion Ghica, C. A. Rosetti, Nicolae Balcescu y Ion Brătianu –, donde habían integrado el Círculo Revolucionario Rumano. Ya de regreso a su país, mantuvieron una actividad semiclandestina en permanente contacto con la comunidad rumana de Transilvania.

La revolución parisina de 1848, la caída de Metternich y la sublevación de los húngaros provocaron la agitación revolucionaria de los rumanos de Transilvania, encabezados por el abogado Avram Iancu (en la imagen). A principios de abril, un grupo de liberales de Iaşi, entre los que destacaban el coronel Alexandru Ioan Cuza y el historiador Mihai Kogălniceanu, redactaron un programa político que exigía la reforma del Reglamento para incluir el reconocimiento de las libertades individuales, la introducción de reformas económicas y la responsabilidad del Gobierno frente al Parlamento. El programa fue presentado al Príncipe de Moldavia, Mihail Sturza, quien lo rechazó y acabó por la fuerza con el movimiento liberal, obligando a sus miembros a exiliarse a Transilvania.

A finales de mayo, los liberales válacos crearon un Comité revolucionario que redactó la llamada Proclamación de Islaz, publicada en junio, en la que se reclamaba el fin de la tutela extranjera, la unidad nacional – incluida Transilvania -, una Constitución liberal, la abolición de la servidumbre y el reparto de tierras, así como derechos civiles para gitanos y judíos. El Príncipe de Valaquia, Gheorghe Bibescu, consciente del apoyo que el Ejército y gran parte de la población daba a la Proclamación, decidió aprobar el programa y reconocer a un nuevo Gobierno revolucionario formado por Brătianu, Rosetti o Balcescu, entre otros liberales. Pocas semanas después, Bibescu decidió abdicar y exiliarse a Transilvania.

Los liberales decidieron entonces aplicar el programa establecido en Islaz por lo que suspendieron la censura, crearon la Guardia Nacional, secularizaron los bienes de los monasterios y terminaron con los privilegios feudales, incluyendo la servidumbre. La reforma agraria implicó una división de pareceres en el seno de los liberales por lo que el asunto se dejó en manos de la futura Asamblea Nacional Constituyente.

El Gobierno ruso contemplaba todos estos acontecimientos con creciente preocupación por lo que contactó con la Sublime Puerta para preparar una acción política que neutralizase el movimiento nacionalista. El Gobierno provisional intentó contemporizar, aceptando incluso que el sultán nombrase a una Regencia de tres miembros para sustituir a Bibescu, sin embargo, los rusos siguieron presionando y en septiembre el ejército turco invadió Valaquia y tomó Bucarest casi sin resistencia. Poco después llegó también el ejército ruso.

La convención ruso-turca de Balta Liman (abril de 1849), reforzó la situación de poder compartido entre ambas potencias en ambos Principados y restringió todavía más los Reglamentos Orgánicos, en los que el sistema de asambleas fue sustituido por Divanes con poder legislativo. El campesinado válaco volvió a la servidumbre con sus obligaciones incrementadas y muchos liberales se exiliaron a Francia, donde encontraron en Napoleón III al máximo valedor europeo de la unidad nacional rumana.

La increíble historia de la familia Ovitz de Rozavlea

La increíble historia de la familia Ovitz de Rozavlea

Durante las pasadas vacaciones, tras un agotador día de de visita londinense, me dispuse a abandonar por una noche la lectura y a zambullirme en la hipnotizante programación televisiva. Cuál sería mi sorpresa cuando, tras navegar brevemente de un canal al siguiente, en un reportaje recién empezado en la BBC, escuché un brevísimo diálogo en rumano por lo que, lógicamente, detuve mi deambular entre películas, series e informativos.

En la pantalla, un risueño británico afectado de enanismo, el actor Warwick Davis, popular por sus apariciones en películas como Harry Potter o Las Crónicas de Narnia, presentaba con divertido desparpajo a su familia y comentaba con un periodista su intención de viajar a Rumania para seguir sobre el terreno la fascinante historia de la familia Ovitz.

La familia Ovitz, de origen judío, estaba encabezada por el padre, Shimshon Eizik, un enano que ejercía de rabino en la localidad de Rozavlea y que, casado dos veces con mujeres de estatura normal – Brana Fruchter y, tras enviudar, Batia Husz-, tuvo 3 hijos normales (Sarah, Leah y Arie) y 7 hijos afectados de enanismo (Avram, Miki, Rózsika, Franciska, Frida, Erzsike y Perla). Shimshon falleció en 1923 tras una intoxicación alimentaria así que Batia, más conocida en Rozavlea como Berta, una mujer fuerte y decidida, envió a sus 7 hijos enanos a Sighet para que recibiesen formación musical y, cuando terminaron sus estudios, organizó la compañía Liliput, que rápidamente se hizo popular en Europa gracias a un divertido vodevil musical que interpretaban en yiddish, alemán, rumano, húngaro y ruso y que llegaron a representar frente al rey rumano, Carol II.

Mientras la tropa Liliput triunfaba en el continente, en Alemania ascendía al poder Adolf Hitler, un demente que paradójicamente se declaraba deslumbrado por la película de Disney,  Blancanieves y los siete enanitos. La familia Ovitz vivió ajena a la ascensión del nazismo, ganándose el respeto y la admiración de sus vecinos, que los vieron regresar en 1934 con el primer coche que hubo en la localidad o instalar en su casa la primera bañera. Desafortunadamente, el conflicto desatado en toda Europa por el nazismo acabó llegando a Rozavlea y, en 1944, fueron arrancados violentamente de su casa y enviados, junto al resto de judíos del lugar, al ghetto de Dragomirești. Permanecieron allí poco tiempo, hacinados con el resto de hebreos de la región, hasta que fueron obligados a subir a un tren sellado y enviados a Auschwitz.

Cuando descendieron en el andén del campo de exterminio, el Dr. Joseph Mengele, el Ángel de la Muerte, se interesó en seguida por ellos. Que 7 de 10 hermanos sufriesen enanismo era una anomalía que deseaba investigar y no quiso resistirse a la posibilidad de experimentar con ellos. A pesar de todo, en el caos del momento, entre los ladridos de los perros, las imperativas órdenes de los guardias, los llantos desgarrados de las familias separadas y sus gritos de pánico, los Ovitz fueron enviados por error a una cámara de gas junto a niños, enfermos, mujeres y ancianos.

Sólo un grito angustiado de Mengele consiguió sacarlos de las duchas de la muerte:

-          Die Zwerge, die Zwerge! Wo sind die Zwerge?! (¡Los enanos, los enanos! ¿Dónde están los enanos?)

A partir de entonces, empezó un terrible calvario para los 7 hermanos de la familia Ovitz, que sólo podían escoger entre la muerte o sufrir degradantes y dolorosas torturas de sus "salvadores" encubiertas como tratamientos médicos. Avram, Miki, Rózsika, Franciska, Frida, Erzsike y Perla – Mi familia de enanos, como los llamaba Mengele – sobrevivieron a Auschwitz y, de hecho, se convirtieron en la única familia judía que consiguió regresar a Rozavlea.

A pesar de todo, Rumania había cambiado mucho. Su casa había sido ocupada, su coche desmontado por unos vecinos y su espectáculo ya no interesaba a nadie por lo que, tras emigrar a Bélgica, en 1949 desembarcaron en Israel. La Tierra Prometida dio una segunda oportunidad a la compañía Luliput y en 1955, tras recuperarse de las torturas sufridas a manos de Mengele, volvió a escena en Haifa, lo que permitió a sus miembros comprar un par de salas de cine y una cafetería. En 1980 vendieron todos sus negocios y, en los años siguientes, poco a poco, fueron muriendo uno a uno tras una larga vida llena de avatares y una vejez feliz. Perla fue la última superviviente del grupo que, entrevistada por los periodistas Yehuda Koren y Eliat Negev, dio lugar al libro titulado “En nuestros corazones, éramos gigantes” (In Our Hearts, We Were Giants, New York: Carroll & Graf Publishers, 2004).

Ciertamente, la familia Ovitz fue una familia de gigantes.

La forja de la nación rumana (IV): la época de los Reglamentos Orgánicos

La forja de la nación rumana (IV): la época de los Reglamentos Orgánicos

Recupero de nuevo una antigua serie de entradas que este blog ha dedicado al nacimiento de Rumania y que detuve hace meses, tras describir la derrota del insurrecto Tudor Vladimirescu frente a los turcos.

La sublevación de 1821 tuvo como consecuencia positiva el fin del régimen fanariota, de modo que el sultán situó en el trono válaco a Ioan Sturdza y en el moldavo a Grigore Ghica. Los griegos fueron apartados de la Administración y se nombraron obispos rumanos. A pesar de todo, los turcos no pudieron evitar la creciente influencia rusa en la zona, hasta el punto que en la Convención de Akkerman entre rusos y otomanos sobre el futuro de los Principados Danubianos, Nicolás I impuso que en adelante los hospodares fuesen elegidos por los Divanes de Iaşi y Bucarest entre los boyardos locales. Por su parte, el sultán se comprometió de nuevo a mantener a los hospodares un mínimo de siete años y a pactar su destitución con los rusos.

 Dos años más tarde, con ocasión del apoyo de Rusia a los independentistas griegos, los Principados fueron nuevamente ocupados, se depuso a los hospodares reinantes y se estableció una administración militar rusa. El Tratado de Adrianópolis, que puso fin a la guerra ruso-turca de 1828-29, confirmó la autonomía, bajo protectorado ruso, de los Principados, devolvió a Valaquia los tres puertos danubianos y la desembocadura del río, anuló el monopolio otomano sobre el comercio exterior de Moldavia y Valaquia, prolongó la ocupación rusa hasta 1834 y obligó a Estambul a pagar una fuerte indemnización de guerra.

Bajo los auspicios del gobernador militar ruso, conde Pavel D. Kiselev (en la imagen), en julio de 1829 se constituyeron sendos Divanes, integrados por boyardos rusófilos bajo la presidencia de los cónsules rusos de Iaşi y Bucarest, encargados de elaborar unos Reglamentos Orgánicos que equiparasen los sistemas políticos de ambos Principados. El resultado fueron dos reglamentos casi idénticos que, por primera vez, unificaban la legislación de ambos territorios. Establecían la división de poderes y la elección de los príncipes por Asambleas extraordinarias compuestas por miembros del alto clero, de la nobleza y, en menor medida, de la burguesía comercial. El poder legislativo recaía en Asambleas cívicas, integradas por diputados de Moldavia y Valaquia y presididas por los arzobispos de Iaşi y Bucarest. Respecto al régimen agrario, la reserva señorial se limitó a un tercio del total y el resto se arrendó a los siervos del feudo, que podían aportar trabajo o un pago en metálico.

Los Reglamentos dejaron parcialmente insatisfechas las expectativas de una opinión unitaria que no contaba con el apoyo ruso, aunque facilitaron que diversos hospodares de la época favorecieran una modernización económica y social que triplicó el área cultivada, produjo una unión aduanera entre Valaquia y Moldavia, abrió el comercio a Occidente, estableció un sistema postal y creó escuelas en lengua rumana. Esta apertura no se produjo en el ámbito político, aunque continuaron difundiéndose las ideas liberales entre los boyardos con formación cultural francesa y entre las capas medias de la población.

La forja de la nación rumana (III): de Constantin Ipsilanti a la derrota de Tudor Vladimirescu

La forja de la nación rumana (III): de Constantin Ipsilanti a la derrota de Tudor Vladimirescu

Mediante esta entrada me propongo retomar la serie de entradas dedicada al nacimiento de Rumanía, que quedó interrumpida a principios de septiembre con la descripción de los hechos acaecidos hasta finales del siglo XVIII.

Tras decenios de conflictos ruso-turcos y a pesar de que formalmente los hospodares fanariotas seguían gobernando Moldavia y Valaquia, en el último cuarto del siglo XVIII, la influencia rusa sobre ambos Principados fue creciendo. Aprovechando el fin de un nuevo conflicto bélico que había enfrentado a Austria y Turquía desde 1788, en 1791, el Consejo señorial válaco entregó a los diplomáticos austriacos que negociaban con los turcos la Paz de Sistova, una solicitud para que apoyasen su deseo escoger a sus propios hospodares y su intención de independizarse bajo supervisión austriaca y rusa, sin embargo, sus peticiones no fueron tomadas en consideración. A pesar de ello, consciente de que el malestar rumano beneficiaba a Austria y Rusia, el sultán no ignoró completamente esas reivindicaciones y, en 1802, fijó en siete años el período mínimo de gobierno de los hospodares y admitió la condición de que, para destituirlos, fuese necesaria la aprobación del zar.

Cuatro años después, el hospodar rusófilo válaco, Constantin Alexandru Ipsilanti, intentó unir los dos Principados, al tiempo que la nobleza moldava pedía ayuda a Napoleón con el mismo objetivo. En consecuencia, el sultán destituyó a Ipsilanti y el zar respondió enviando tropas a Moldavia y Valaquia, poniendo fin al régimen fanariota.

El zar Alejandro no tenía intención de apoyar la causa nacional rumana por lo que los Principados fueron considerados territorios conquistados con acceso privilegiado a los Balcanes. En 1812, la amenaza de invasión francesa en Rusia convenció al zar de la necesidad de llegar a un acuerdo con el sultán por lo que, mediante el Tratado de Bucarest, devolvió el control de los Principados a Turquía y retuvo la mitad oriental de Moldavia, entre el Prut y el Dniéster, conocida como Besarabia, favoreciendo la inmigración ucraniana para diluir la mayoría étnica rumana.

La ocupación militar rusa de 1806 – 1812 fue considerada por los rumanos como un acto imperialista que permitió a Rusia arrebatar a Moldavia sus tierras más fértiles. Este hecho contribuyó al aumento del apoyo a la causa unionista entre la burguesía y algunos boyardos, críticos con la continua injerencia rusa y con la debilidad de los hospodares frente a Estambul y San Petersburgo.

El primer dirigente político de la causa nacional rumana fue Tudor Vladimirescu (en la imagen, encabezando esta entrada) quien, a partir de 1815 entabló relaciones con el Ministro de Asuntos Exteriores del gobierno ruso y con la Filiki Hetairía, la sociedad secreta de los nacionalistas helenos en el sur de Rusia que ganaba adeptos entre las familias fanariotas establecidas en suelo rumano. En 1820, desde su cargo de gobernador de un distrito de Oltenia, Vladimirescu pactó con Alexandru Ipsilanti – hijo del hospodar válaco depuesto por el sultán – un levantamiento conjunto de griegos y rumanos contra la Sublime Puerta.

En febrero de 1821, Vladimirescu publicó la Proclamación de Padeş, un vago programa que proponía la revolución campesina contra los boyardos, y estableció una Asamblea Popular con representantes del campesinado válaco. A principios de abril, junto a un numeroso ejército de siervos voluntarios, Vladimirescu entró triunfal en Bucarest pero la llegada de Ipsilanti y su milicia hetariota desde Moldavia lo condenó a un papel secundario que no quiso aceptar, por lo que ambos ejércitos rompieron sus relaciones. Acusado de negociar con los turcos, Vladimirescu fue ejecutado por los hetariotas en Tîrgovişte y su ejército fue disuelto. En junio, los otomanos derrotaron a Ipsilanti en la batalla de Drăgăşani y retomaron el control de los Principados.

Conferencia: Momentos compartidos de la historia de España y Rumanía

Conferencia: Momentos compartidos de la historia de España y Rumanía

En el marco de las actividades del Bono Cervantes, organizadas en la nueva sede del Instituto Cervantes de Bucarest (Blvr. Regina Elisabeta, 38), el próximo viernes, 2 de noviembre, entre las 18 h y las 20 h, realizaré la conferencia titulada:

Momentos compartidos de la historia de España y Rumanía

Desde que Trajano puso sus pies en la Dacia de Decébalo hasta que Santiago Carrillo o el príncipe Juan Carlos se reunieron con Ceausescu para facilitar la Transición, Rumanía y España han compartido muchos momentos de su Historia y su Cultura que permanecen más o menos ocultos tanto para el público español como para el rumano. En este curso haremos un repaso por la Historia y la Cultura de ambas naciones, conoceremos cómo los legionarios hispanos de la legión VII Claudia se asentaron en tierras rumanas, sabremos por qué los visigodos dejaron la tierra rumana para establecerse en España, explicaremos cómo una herejía oriental caló profundamente en tierras catalanas, nos adentraremos en la historia de la última defensa de Constantinopla, en la que participaron tropas castellanas, a través de los frescos del monasterio de Moldovita, veremos cómo los autores del Siglo de Oro español reflejaron las hazañas de Iancu de Hunedoara en sus obras de teatro, conoceremos a los soldados rumanos de la Guerra Civil española y muchos otros episodios curiosos que iremos desvelando a lo largo de la sesión.

Para inscribirse, sólo hay que consultar la página web del Instituto Cervantes (http://bucarest.cervantes.es)

La forja de la nación rumana (II): Siglo XVIII

La forja de la nación rumana (II): Siglo XVIII

A comienzos del siglo XVIII, Turquía perdió Hungría y Transilvania por lo que los Principados de Valaquia y Moldavia se convirtieron en una prioridad estratégica para los otomanos. Con el objetivo de asegurar su fidelidad, los sultanes entronizaron como hospodares a aristócratas fanariotas, comerciantes griegos provenientes del barrio de Fanar en Estambul que habían amasado enormes fortunas gracias a sus puestos en la administración otomana.

Durante el período fanariota (1711 – 1821), se alternaron en el poder familias griegas – Cantacuzeno, Mavrocordatos o Ipsilanti – con dinastías rumanas pro-turcas – Ghica, Racovita o Callimachi - en reinados tan cortos como débiles y cuyas actuaciones siempre contaron con la aprobación del sultán. Los hospodares de Moldavia y Valaquia se situaron entonces al frente de sendos Consejos (Divanes), integrados por una decena de boyardos cada uno, en las cortes de Iasi y Bucarest.

Instalados en la línea de fractura entre los imperios austriaco, otomano y ruso, los aristócratas rumanos se apoyaron alternativamente en cada uno de estos poderes para proteger sus intereses. A finales del siglo XVII, Transilvania pasó a manos de los Habsburgo por lo que Austria aumentó su capacidad de influencia sobre los Principados e incluso se anexionó Oltenia entre 1718 y 1739.

Pero fue Rusia quien, a medio plazo, ganó la partida. En el conflicto ruso-turco, los Principados rumanos se convirtieron en el escenario bélico hasta el punto que, entre 1769 y 1774 y en 1790-91, las tropas zaristas establecieron una administración militar de ocupación que sirvió de base para las operaciones al sur del Danubio. Aunque, tras la guerra, en ambos principados se restableció en sus tronos a hospodares leales al sultán, cada vez estuvieron más influenciados por los rusos y por las esperanzas de unificación de una parte importante de su pueblo.

La conciencia nacional rumana no aparece nítidamente hasta mediados del siglo XVIII de manos de la Iglesia Uniata de Transilvania - vinculada a Austria y enfrentada a los magnates húngaros - y de un grupo de intelectuales integrantes de la Escuela de  Transilvania (Petru Maior, Samuil Micu-Klein y Georghe Sincai). Estos intelectuales de credo uniata y educados en Viena, realizaron una labor historiográfica y lingüística que sentó las bases del nacionalismo rumano, reflejado en el contenido del Supplex Libellus Vallachorum, un memorando enviado a Leopoldo II en 1791 en el que se pedían los mismos derechos para los rumanos que para el resto de minorías transilvanas y una representación en el parlamento regional (Dieta).

En Valaquia y Moldavia, la población vivía la opresión de los boyardos y de los hospodares fanariotas. Los campesinos y los habitantes de las escasas ciudades conformaban una masa muy conservadora y fiel a la Iglesia Ortodoxa – controlada desde el Patriarcado de Constantinopla - que estaba lejos de interesarse por el movimiento de liberación nacional, a lo que tampoco ayudaba la carencia casi absoluta de una burguesía comerciante.