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En el banco

En el banco

Hoy estreno oficina bancaria, así que entro con los pies de plomo, al fin y al cabo, no me conocen. En principio, no sé donde debo colocarme para hacer un cambio de moneda y pagar un par de facturas, así que me coloco en la cola más cercana a la puerta y a distancia prudencial del último usuario. Mi primer error es evidente: más y más clientes llegan al banco y, como si fuera invisible, se colocan delante de mí, amontonándose entre un servidor y la persona que estaba frente a mí. Paciente – no quiero montar el numerito el primer día – espero a mi turno. Finalmente, le explico a una empleada aburrida y con el pelo brillante debido a la falta de champú mis intenciones y rápidamente farfulla que debo ir a las mesas del fondo de la oficina.

Llegado al lugar, todas las mesas están ocupadas, así que inauguro una cola. Pronto se me arriman desconocidos que insisten en preguntarme si allí es dónde pe paga no sé qué o donde se cobra no sé cuántos. ¡Me toca!, sin embargo, antes de dar un paso una mujer entrada en años y en carnes me adelanta al grito de “Será sólo un minuto”. Pongo cara de fastidio pero, insisto, no quiero montar un espectáculo el primer día, así que espero paciente. El minuto se convierte en muchos pero por fin llega mi momento. Urmator! Me siento frente a la nueva empleada, le explico lo que quiero mientras voy sacando papeles y tras resoplar, ¡me envía a hablar con la señora que se sienta justo al lado de la que me ha enviado aquí – sí, sí, la del pelo brillante -! Ya estoy nervioso.

Vuelvo sobre mis pasos y compruebo que durante los minutos perdidos se ha formado una cola impresionante. La nueva empleada que debe atenderme grita malhumorada a los clientes, les lanza formularios a la cara mientras les ordena que se sienten, o que guarden cola, o que se vayan a otra oficina. Atemorizado, espero de nuevo mi turno. Cuando consigo llegar hasta ella han pasado 40 minutos desde que entré en el banco.

Amablemente le pongo mi mejor sonrisa y le explico qué operaciones deseo realizar. Pero, ¿quién es usted? ¡La Virgen!, pienso, ¿tanto tengo que explicarle? Poco a poco voy dándole todas la explicaciones que necesita, aunque temo el momento en que me pida algún documento identificativo. Estoy en su sistema, tienen mi firma, mi sello, lo saben todo sobre mi, pero cuando debo entregarle mi DNI y mi CNP (documento nacional de identidad rumano) sólo obtengo un resoplido por respuesta. Todos me miran. Ella fija su mirada en la pantalla, comprueba el ejemplar que tiene de mi firma (¿Esta es su firma? Pues sí, ya lo ve en la pantalla). Resopla. Cierra la pantalla. Se pasea por varios programas bancarios que le ofrece su ordenador. Vuelve a mi firma. Vuelve a preguntar lo mismo (¿Esta es su firma?). Resopla. Pregunta a sus compañeros. Uno tras otro acuden a mirar mi firma. Comentan la jugada. Varios resoplan.

Sé que me voy a ir sin cambiar moneda y sin pagar las facturas (que, por cierto, en Rumania no se pueden domiciliar en todos los bancos), sin embargo, algo imperceptible ocurre. No sé qué es. Debería pensar como un malhumorado empleado de banco para entenderlo, pero la mujer finalmente acepta mis credenciales y realiza todas las operaciones. Bueno, no todas, pues algún número falla en una de las facturas y decide no pagarla. Yo se lo agradezco de nuevo con una sonrisa y ella me dice que ya nos iremos conociendo (¿a qué se refiere?).

Cambiar moneda y pagar una factura: 83 minutos de mi vida.

Un precio muy alto.

 

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